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“Los pasos”
(Alegoría narrativa de la obra pictórica Los pasos, Andrés Del Collado, 2010).
Arturo Ceballos Alarcón
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Arturo Ceballos Alarcón nació en la Ciudad de México, el 15 de diciembre de 1976. Licenciado en Derecho. Desde el 2005 radica en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. 

En el 2010, obtuvo el Premio Nacional de Cuento José Agustín, con el cuento La miseria de los locos.  En el 2011, publicó el libro de cuentos bajo el mismo título: La miseria de los locos, editado por CONECULTA (Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Chiapas). Ha colaborado como columnista en el semanario chiapaneco “Mirada Sur”, y elaborado guiones infantiles para el programa de televisión “Viva la Pelota”. A principios de 2012, junto con la asociación civil “Vientos Culturales”, obtuvo la beca FONCA (Fondo Nacional para la Cultura y las Artes), al participar como guionista en el proyecto colectivo “Cuentos para chicos y chiapanecas, Serie de Televisión”. Ha publicado las novelas Infrarouge número siete (2014), y Oldemburgo (2015), ambas editadas por Amazon, la novela breve Espantapájaros (Public Pervert 2015) y La noche en cautiverio (Ed. Porrúa 2020). Durante el 2015 fungió como tutor en el Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) en la categoría de Jóvenes Creadores, disciplina: Literatura. Algunos de sus cuentos han sido incluidos en antologías nacionales e internacionales.

Quien la viera diría que está relajada, que la brisa del mar le ha torneado las orillas, y que sus piernas, firmes y lejanas hasta donde cae el sol, son la envidia de todos los muelles; que con los ojos cerrados, escucha el arrullo tibio que adormece al malecón, y que disfruta del peso de su cabello, en caída libre a un costado del muro sobre el que tiende su cuerpo. Quien la viera diría que es un sueño en vías de incendiarse, una cordillera en estado larvario, que con unos pies como los suyos vale la pena cualquier extravío. Quien la viera… 

Pero detrás de sus párpados, de ese frágil telón que separa el mundo de su intimidad, ella desciende despacio hacia su propio claustro, hacia el paisaje maternal sin tiempo, donde conserva los amuletos y las adivinanzas que la arraigan a su infancia siempre irrecuperable, al primer momento de su esencia, siempre absoluto. Es joven y aunque todavía no llega a los treinta, está cansada de repetirse. No es un cansancio que pueda saciarse, ni uno que se disipe en cuanto transcurre la noche; es un cansancio más profundo, a prueba de amaneceres, un abismo sin fondo que la parte en dos y que la ha despojado de todo acto de imaginación. Está agotada, siente que su vida no ha sido más que una crónica de repeticiones sin sentido. Para una pintura como ella, la repetición es un veneno que la va matando con el vaivén de su aliento y con la cadencia de sus huellas. Sus huellas.

Una noche antes, mientras estaba recostada sobre la cama, con la almohada entre las piernas, los pies desnudos y la mirada tendida sobre el reflejo infinito de la ventana, me dijo que quería deshacerse de sus huellas.

─De tus zapatos, dirás.

─No. De mis huellas. No quiero pesar más en esta tierra. Ya no quiero lastimarla con este cuerpo que se mueve como péndulo, sometido al tiempo y a las costumbres; con esta cabeza tan adoctrinada que no para de pensar que la creatividad solo es una forma de resolver las anomalías del mundo. Tiene que haber algo más. 

Afuera hacía una noche tibia, de insectos en primavera, y una oscuridad pegajosa que se adhería a los pliegues de las sábanas. Sé que le habría gustado estar desnuda, pero esa imagen no era para mí, solo el extravío de su mirada y el tono débil de su voz que se fugaba como barco a la deriva. Sobre el piso de la habitación, estaban esparcidos sus zapatos, cada uno atado al extremo de una cuerda. Los había sacado del baúl para arrojarlos a donde fuera, uno tan lejos del otro, sin que coincidiera la forma, ni el color, ni las distancias recorridas con ellos. Se dio cuenta del modo en que miré el desorden en el suelo: un zapato de tacón rojo, una bota negra, un tenis, una zapatilla de goma, un botín, una sandalia, una alpargata. 

─¿Te molestan mis pasos?

No era eso. Sabía que solía cortejar la extinción desdibujando cualquier frontera que la distanciara de lo azaroso, de lo caótico, esparcir fragmentos y rendirse ante ellos como ante una acumulación de belleza. Quise tomar una zapatilla, pero apenas pude levantarla. Parecía que dentro tenía las piedras de todas las veredas, el polvo de todos los caminos que con ella había andado. Nunca imaginé que las distancias recorridas, sus distancias, pesaran tanto. Tan liviana que se veía; más que caminar parecía que deslizaba los pasos sin el maleficio de la prisa, esparciendo un perfume de lentitud que excitaba a todas las flores. 

─¿Ya viste cuánto pesan? Andrés dice que las huellas tienen vocación de yunque. Supongo que es cierto. Cada vez voy menos lejos, cada vez mis sueños son más estrechos; y mi imaginación, más terrenal. ¿Crees que puedo seguir viviendo sin resentimiento?

No tenía palabras para contradecirla; intentarlo habría sido un acto vulgar. No era una llamada de auxilio lo que salía de su boca, era una revelación, una invitación a zambullirme en los recorridos de sus piernas, en la cartografía de sus pasos que culminaban en un oasis, en las plantas de sus pies. 

─Y las cuerdas ¿para qué son?

─Las cuerdas… Qué cosas preguntas. ¿Hace cuánto que no imaginas?

─¿Imaginar qué?

─Cosas, fantasías, personajes, imágenes, lo que sea. ¿Hace cuánto que no te desbordas?

─...

─Ya veo -tenía un trozo de cuerda sobre la cama, la tomó de uno de los extremos y la miró como si no hubiera sido lo suficientemente larga-. Son para sujetarlos a una roca o a una argolla, a algo que los sostenga. Cuando a los zapatos los vacías de huellas, se llenan de ideas y fantasías, tantas que hasta vuelan. No me pidas que te explique cómo pasa; solo pasa.

─¿Vuelan?

─El problema no es que los zapatos vuelen y lleguen en parvada hacia las nubes. Lo importante es que se queden para que los vean suspendidos, con toda la intención de elevarse, y recordarnos que nuestros pasos están sedientos de llevarnos a cualquier lado, que pueden hacernos viajar como los árboles y saciar nuestra imaginación con todos los dibujos que puedan caber en el mundo.

Se acomodó sobre la cama con un abandono perfecto, procurando que las plantas de sus pies me quedaran a la vista. 

─Estoy cansada de mis huellas, siempre iguales, el mismo peso del mismo yo, el cansancio disfrazado de distancia; y las miradas de los hombres que me siguen de un lado a otro. Más pesadas todavía. Soy solo una tradición de pasos, y nada más.

No hablaba conmigo; más bien era un monólogo, y yo apenas era poco más que un mueble. 

─Si quieres quédate un rato más, pero no quiero verte aquí cuando empiece a clarear. Si te veo al amanecer, comenzaré a odiarte. No quiero que nadie me siga. No vale la pena.

Fue lo último que dijo. Se quedó recostada y absorta, como una sirena que trata de recordar cuántos amaneceres ha visto en su vida. Luego me despidió con la mano y cerró los ojos. Ni siquiera se humedeció los labios.

Los pasos

"Los Pasos", Andrés Del Collado,

Óleo sobre tela, 80 x 110 cm., 2010. Fotografía de Nawwa.

Hoy por la mañana, apareció tendida sobre el muro del malecón. Tenía un short de licra rojo y una camiseta azul. El brazo izquierdo descansando debajo de su pecho, el rostro apuntando hacia la calle, y los pies ligeramente sucios. Así la describieron los diarios. También dijeron que parecía estar dentro de un lienzo, como si fuera una pintura. Era cierto, así la vi yo también. En primer plano, ella, su cuerpo; detrás, sus zapatos suspendidos en el aire, atados a una cuerda que los sujetaba al fondo del mar, y más allá, en un plano difuso, un horizonte de espuma, rocas, mar y nubes, lejano hasta donde alcanzara la creatividad. Pensaron que con eso sería suficiente para saber quién era. Pero no es cierto, ellos no la conocieron como yo. Debió haber compuesto su rostro, el de la noche anterior había sido un rostro preocupado, más que preocupado, solemne. En cambio, el de esta mañana, es un rostro casual, con una voluntad tranquila de sostener la distancia que la separa de quienes la observan. Me bastó acercarme a sus pies, al origen de sus huellas, a la fuente de sus pasos, para que mis ojos aprendieran a ver. No había gravedad en ellos, estaban tan ligeros, tan libres de peso, que pude imaginarlo todo. Finalmente entendí. Había vaciado sus zapatos y sus pies, pero no solo de huellas, también de aquello que se ha regulado, de lo normativo, lo unívoco, de la significación objetiva, de aquello que pesa por el mero acto de ser comprendido y explicado. Ella no hablaba de cansancio, sino de la realidad y de su dureza inquebrantable, de lo fácil que es quedarse quieto y esperar a que el aburrimiento llegue, sistemático, por decreto; del embrutecimiento que provoca una existencia sin azares. Ella sabía lo que la realidad oculta, lo que hay detrás de la pantalla violenta, indiferente o taciturna en la que nos acomodamos apenas abrimos los ojos. Alguna vez me dijo, mientras sostenía frente a ella el marco de un espejo al que le brotaban raíces por debajo, que los pasos no son un proceso que deba estar sometido al suelo.

─Los pasos son polvo en el aire, que solo vemos cuando se materializan en huellas. 

No solo era una mujer inerte, tendida sobre un muro; era una mujer que había descubierto que el que aspira a la creatividad debe estar dispuesto a soltar el control, el peso de nuestros razonamientos que nos hacen marchar como soldados sobre la monotonía de nuestras huellas. Otro día me dijo, el mismo día que le dio por colgar bolsitas con agua dentro de un bastidor de madera, que nuestros pasos son lo único que nos distingue de una pintura hiperrealista, de una estatua. 

─Quédate quieto y amanecerás en un lienzo de ochenta y uno por ciento diez; y notarás que el cosquilleo que dejan los pinceles en la piel es perpetuo, insoportable. Ya se lo dije también a Andrés, pero no me cree.

Quien la ve como un sueño en vías de incendiarse, no está equivocado. Ella ya es un sueño dispuesto a arder si con ello logra caminar entre renglones, entre líneas, entre nota y nota, adentro de la motivación que pinta un color de un modo y no de otro, adentro del espacio seco entre la lluvia. Detrás de sus párpados, en la intimidad de su propio claustro, ella transforma la luz, la materia y las historias que en ella circulan, para dislocar la realidad y emerger de ella con mandalas en los ojos y un baobab en cada pierna. Es una mujer que se ha sacrificado, entregándose a la quietud para salvar el espíritu de sus pasos: su imaginación, a donde sea que ellos quieran llevarla. Es una mujer que ha pasado al otro lado del lienzo, al plano donde conviven la locura y la utopía, donde las balas bien pueden ser flores de papel; y los signos de pesos, rehiletes que dan vueltas y vueltas para espantar la niebla que oculta nuestros sueños. Desde su propio lado del lienzo, siente la mirada de un grupo de personas sin alegría genuina, de un residuo amargo de seres de fantasía, de un grupo de fantasmas encobijados en un mundo decadente y tibio; inmersos en una gravedad destructora, panóptica y virtual, donde el ocio ha perdido su carácter subversivo, su intensidad artística, para confundirse con un protector de pantalla.

De este lado del lienzo, las personas, con los ojos enrojecidos, la observan; tienen el carisma de un funeral. Quisieran acercarse y tocarla, pero no con deseo, más bien acariciarla con nostalgia, y por qué no, con exceso de temor. Horrorizados al ver cómo una pintura los incita a recordar y a cometer las mejores locuras de su vida. 

Inspiración. La inspiración está definida como “el estímulo que anima la labor creadora en el arte o la ciencia”.[1]Estímulo que podría llegar desde cualquier parte, en cualquier lugar y bajo diversas circunstancias, enredándose de tal forma que no nos permite saber qué inspira a quién o viceversa. Así, podríamos encontrar a la naturaleza o a las emociones como fuentes inspiradoras de las diferentes facetas del arte o al arte inspirando al arte, porque sin duda lo sensible se interconecta, se reconoce y se mueve entre cómplices promoviendo la creación. Por dar un ejemplo, ¿Cuántas obras de los diferentes tipos de arte se habrán inspirado y se siguen inspirando en la Divina Comedia de Dante Alighieri? 

En mi caso, si me preguntaran ¿Cómo una pintura, una fotografía, una escultura, etc. me inspiran a escribir? La respuesta rápida sería: descubriendo, mediante la observación detallada de la obra, la historia que yace detrás, y así percibirla como la partícula fundamental de un tema, de una narración más extensa, y es que no encuentro mejor manera de comprendernos como humanidad que a través de las historias. Pero si vuelven a preguntarme cómo una pintura, una fotografía o una escultura hacen imaginarme un mundo que después plasmaré en letras, pensaría con mayor detenimiento y diría que es a través de la empatía entre la obra y yo -yo como un particular espectador, con toda la subjetividad que pueda caber en ello-, empatía para comprender el drama que transmite. En mi caso, apreciar una imagen -por hablar de forma genérica- da lugar a un vínculo que va más allá del instante que esa imagen expone a simple vista; un vínculo que me induce a pensar (imaginar) en los momentos previos y posteriores a la escena que estoy observando; cuáles fueron los nudos que dieron lugar a la imagen que el artista decidió plasmar en su obra, y hacia dónde se dirigen. Una especie de ucronía con muchas licencias, puesto que desconozco las verdaderas motivaciones del artista. Definitivamente, considero que una imagen que despierta en mí la motivación de envolverla con palabras, es una imagen que ha conseguido satisfacer las inquietudes y perversiones de mi subconsciente, y, por qué no, generar otras inquietudes y otras perversiones distintas, lo que equivaldría a decir que la obra me ha seducido. Las pinturas, fotografías o esculturas que me motivan a escribir, son aquellas que, parafraseando a Edgar Quinet (1803-1875), en su texto sobre Petrarca, contienen en sí mismas la substancia de un poema, las que, en un instante, y desde mi propio instante receptivo de espectador, encierran la inmortalidad. Es una situación paradójica la de que una obra inherentemente espacial, induzca a razonamientos de temporalidad. Este desdoblamiento de dimensiones y posibilidades, que además ocurren de forma casi instintiva, para mí no deja de ser asombroso. Y al final es probable que, a pesar del esfuerzo literario, la imagen permanezca inabarcable, y entonces las palabras, como en la mayoría de los casos en que surge el asombro, sigan siendo insuficientes.

[1] REAL ACADEMIA ESPAÑOLA: Diccionario de la lengua española, 23ª ed., [versión 23.4 en línea]. <https://dle.rae.es> [26 de febrero de 2021].

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